Otoño en Nueva York
Durante los últimos años Ray se había refugiado en una alerta permanente. Cuando trabajaba porque lo hacía en eso de matar y cuando no por lo mismo. Sin embargo, a punto de llegar la muerte tuvo tiempo para ver que toda precaución fue vana. Cualquier otro pudo haber sido ese momento. Fue todo tan rápido... Y claro, para que fuera tan limpio, el asesino tuvo que estar muy cerca. Sí. Antes de leer ninguna intención, el hueco del cañón se había deshecho en su sien. El tiempo fue desierto. Dicen, no sé cómo lo saben, que con el estruendo las miradas se mezclaron en terror, odio,... y qué sé yo cuántas patrañas más. Luego un último espasmo, quizá algún reflejo neón, el último claxon de Nueva York, otro medio claxon, y un postrero momento interior. (Aquí debería ir todo eso de los túneles y la vida rebobinada). La sangre hizo el resto; constatar lo que había pasado y dejar una buena foto. En esta historia el narrador reconoce finalmente sus botas en la fotografía y nos sugiere su autoría del crimen. Pero en el desenlace que yo quiero contarles -en realidad no es un desenlace, sino un presentimiento, una intuición- la muerte no llega con el disparo; más bien se marcha para llevar nada consigo. No había. Sucedió algunos años después, aunque Ray debía tener por entonces la misma edad. Yo también estuve en esa habitación y noté que allí ya se había anticipado algo lacerante que emanaba más allá de la inhumana soledad a la que había dado paso su creciente pesadumbre. Por eso nunca confié en el desenlace anterior. Ray parecía no estar allí. La pesada humedad, y la permanente quietud de la que eran presa los objetos la delataban. Tan sólo dijo algo sobre Charlie Parker y Autumn in New York que parecía no dirigir a nadie. Y luego de nuevo la oquedad, el desierto, y ese olor metálico que anuncia el no. Nunca sabré si aquel encuentro también sucedió en él. Sí, creo que sí. Lo aseguraría. Con botas o sin ellas, Muerte ya estaba allí. José Luis Bueno.
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