Con grandísimo deseo he vivido, discreta y hermosa señora mía, de saber cómo os habéis hallado con la verdad, y lo que della os ha parecido. Que pues de oídas la teníades tanta afición, de creer es que habrá hecho en vos diferente operación la vista, trato y comunicación que con ella habéis tenido, y que os habrá movido a compasión y lástima ver la persecución que del todo el mundo ha tenido, y cuán esfavorecida y maltratada se ha la pobre verdad visto, sin hallar cabida ni cogimiento en nadie.
Selanio en Las semanas del jardín,
atribuida a Miguel de Cervantes.
Entre las numerosas obras que en algún momento han sido atribuidas a Cervantes, la crítica especializada ha salvado de su pira particular a aquellas que por su interés literario han permitido forzar la atribución cervantina. Si seguimos al hispanista Daniel Eisenberg, Las semanas del jardín pertenecería a este grupo, y añade a su vez el peso negativo que supuso para autentificar el apócrifo la semblanza de su primer editor el erudito gaditano Adolfo de Castro, considerado el gran falsario de las letras hispánicas al sostener durante toda su vida la autenticidad de una obra que explicaría de la primera parte del Quijote su mucha y excelente doctrina así como todas aquellas cosas escondidas y no declaradas en el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Esta obra es El buscapié.
En estos días, la Diputación de Cádiz ha presentado la edición facsímil de este último texto citado, con estudio introductorio de los profesores Alberto Romero y Yolanda Vallejo, y presentado por Francisco Rico, que, además de enjuiciarlo, explica bien la osadía de Castro:
El Buscapié de don Adolfo de Castro es una superchería no sé si al cuadrado, al cubo o de ida y vuelta: falsifica un impreso del siglo XVIII, que a su vez, de haber existido (que no existió), sería la falsificación de un librillo de Cervantes publicado anónimo. Para acreditar la autenticidad de su propia falsificación, Castro defiende la existencia del apócrifo setecentista, dando a entender que era una falsificación del opúsculo cervantino que él estaba falsificando.
Como es sabido y se puede apreciar, los conceptos de autoría y originalidad con los que se ha operado en occidente desde el renacimiento hasta la actualidad son prácticamente los mismos, si bien la crisis moderna del individualismo, las vanguardias artísticas, la muerte del autor con el nacimiento del lector de Barthes y ahora las nuevas tecnologías con el fenómeno de la creación colectiva han puesto en tela de juicio dichos conceptos como relación unívoca entre obra y creador. Al final, la tecnología nos devuelve a la edad media. Avellaneda en el XVII, Adolfo de Castro en el XIX o Hans Anthonius Van Meegeren en el XX se ven ante la misma acusación, la de falsarios suplantadores de un autor. En Fraude de Orson Welles, una de las obras cinematográficas que analizaremos en el primer número de 5 guineas, el cineasta se compara con dos de sus protagonistas, el pintor Elmyr de Hory y el escritor Clifford Irving, y, tras una cámara que imputa tan sólo por momentos, Welles no pone en tela de juicio las obras en sí, sino el propio arte en cuanto a falacia de la realidad (los cineastas siempre se han jactado en definir el cine como el arte de la mentira). De los que aquí he citado, tan sólo Irving y Adolfo de Castro mantienen hasta el final de sus días la mentira. Pero, ¿qué es lo que querían salvar? ¿las obras...? ¿el prestigio como erudito en el caso de Castro? ¿en el de Irving simplemente la libertad?
Y además..., ¿no es lo falso no sólo real sino también verdadero? ¿no es la mentira otra verdad y la verdad de uno embuste para otros?
José Luis Bueno.